Mi abuela se llamaba Felipa, pero todos la llamaban Feli. Así que a su nombre solo le faltaba una letra para llamarse Feliz … pero a ella no le faltaba ni eso para serlo. Y es que mi abuela no es ya solo que fuera feliz, es que nos hacía felices al resto.
De mi abuela nadie hablaba mal y, si alguien lo hizo alguna vez, debió de hacerlo muy bajito para que nadie lo oyera. Porque mi abuela era la campeona de la popularidad en el barrio de Gijón donde vivía. Fíjate como sería la cosa que hasta el tipo de la sidrería de abajo salía a saludarla con cariño y eso que ella no era clienta. Ir con mi abuela por la calle era un ejercicio de paciencia, porque para tres esquinas necesitabas 20 minutos, de la de gente que se paraba a saludarla.
Mi abuela era una persona muy seria, pero siempre se estaba riendo. Si mi abuela decía blanco, era blanco, y las cosas se tenían que hacer como se tenían que hacer, y para mi abuela eran sagrados el respeto, la palabra dada, el compromiso y el esfuerzo. Pero, ya te digo, siempre se estaba riendo. No solo eso, sino que se podía pasar la tarde entera contándote chistes y anécdotas medio en castellano medio en bable (porque mi abuela era más asturiana que la fabada) y tú te meabas de risa. Y el caso es que no te enterabas de la mitad, porque entre que ella se caía al suelo de risa mientras te lo contaba, y que ese «bablellano» que hablaba no había por donde cogerlo, te perdías a medio chiste. Pero daba igual: no podías parar de reírte con ella de verla cómo se lo pasaba y cómo lo contaba. Yo creo que si mi abuela nos hubiera estado contando el entierro de alguien también nos habríamos caído de culo de la risa.
Cada año íbamos a pasar el verano con ella. Cada año nos contaba los mismos chistes y las mismas anécdotas. Nunca nos enterábamos de la mitad, y cada año nos meábamos de la risa con ella.
Mi abuela tenía un refrán para todo, y siempre acertaba. Yo creo que ahí la Academia de la Lengua, o la del Refrán o la de lo que sea han errado de pleno no habiéndola hecho Académica y encargándole que hiciera una enciclopedia y un programa en la tele de refranes. Ahora ya es tarde … no solo porque mi abuela ha muerto, sino porque ahora en la tele ya eso no tendría hueco. Quizá por eso hace unos años que ya no la veo: porque una tele donde no tuviera cabida un programa hecho con mi abuela, es una tele que no vale la pena verla.
Cuando mi abuela hablaba, todos se callaban. No es que hablara muy alto. Ni que diera patadas como Chuck Norris si la interrumpías. Ni que le tuviéramos miedo … a mi abuela no le tenía miedo nadie. Pero respeto, si, y mucho. Así que cuando mi abuela hablaba, todos se callaban.
Mi abuela se murió a los 99 años, y hasta poco antes tenía la cabeza bien clara. Veía la tele, leía los periódicos, y podía discutir contigo acerca de si había sido mejor presidente Helmut Kohl, Jacques Chirac o Margaret Thatcher. Y te ganaba. Así que solo discutías con ella por la diversión de escucharla y de verla gesticular.
En mi boda, mi abuela se levantó, se puso a dar palmas y a cantar «Asturias patria querida», y todo el mundo se puso a cantar con ella a voz en grito. Tenía entonces casi 90 años, y la gente resumió mi boda así: «¡coño, vaya abuela que tienes!».
Mi abuela cocinaba que te morías de gusto. Desde que entrabas por la puerta de su casa que empezabas a tener hambre de como olía. Fíjate que hace años tenía el proyecto de montar un restaurante que se llamara «Ca la güela» y que oliera como en su casa! El único problema era que mi abuela no era capaz de distinguir cuánto come una persona de cuánto come un elefante. Así que, para no equivocarse y quedarse corta, te ponía en la mesa comida para un elefante. Y si no te la comías toda, venía y te decía: «Es que no te ha gustado, fiu???». «Fiu» es «hijo» en bable. Pues a lo que íbamos, que te venía preocupada y le tenías que decir: «que no, abuelita, que es que yo al quinto plato empiezo a no tener más hambre». «Pues vaya pena!», te decía, «porque te había hecho de postre unos frixuelos y un arroz con leche con canela, como te gusta!». Y, claro, te lo comías y luego reventabas, pero te lo comías.
A mi abuela la llamábamos abuelita, no sé muy bien si por cariño o porque era pequeñita. Lo que estaba claro es que mi abuela, midiera lo que midiera, era una tía grande.
Mi abuela era una de esas viudas de guerra que tuvo que sacar adelante una familia, que pasó penurias indecibles y que nunca tuvo nada fácil. Pero nunca se quejó, nunca tuvo una mala palabra y siempre tiró p’alante con un espíritu más positivo y más moral que el Alcoyano, que iba perdiendo 17 a 0 y pedía prórroga. Si le ibas a mi abuela con un problema, te miraba con una sonrisa y te venía a decir: «pues habrá que echarle cojones!». Mi abuela no lo decía, pero se le notaba que cuando veía a alguien quejarse de cómo le trataba la vida se tenía que aguantar las ganas para no soltarle un soplamocos.
A mi abuela, el Eckhart Tolle no se hubiera atrevido a decirle que tenía que vivir el presente, porque mi abuela no es que lo viviera … es que mi abuela exprimía el presente como una naranja.
Hace ya algunos años que murió mi abuela, pero como estoy convencido de que era un angel, y de que en el Cielo tiene internet, por si acaso se ha hecho un perfil en Facebook escribo estas líneas. Abuelita, si me lees, que te quiero. Y que sepas que mamá se parece cada vez más a ti. Y que Terele se parece cada vez más a mamá, así que me da a mi que tú te estás reencarnando más que el Dalai Lama.
Algunos, como no han tenido la suerte de tener una abuela como la mía, tienen que irse a los Himalayas a buscarse gurús … todo eso que he tenido la suerte de ahorrarme yo 🙂
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